miércoles, 2 de julio de 2014

LSD: toneladas de aprendizaje y emoción

 

(En esta entrada no se promueve el consumo de fármacos visionarios, pero se habla de ellos. 
Por favor, si no lo has hecho, lee la advertencia general al respecto)



Esta vez quiero ver amanecer.

El despertador ha sonado a las cuatro de la madrugada. A las cinco ya estoy en la playa, una rocosa, razonablemente aislada, para ver salir el Sol. A las cinco y media en punto he tomado dos gotas de LSD, sentado en las rocas.

Miro al horizonte, y atiendo al sonido del mar.

Al cabo de veinte minutos comienzan las ya familiares sensaciones físicas de energía contenida en el pecho y el estómago, la ligera ebriedad. Certeza de que las moléculas están trabajando. Tras tres cuartos de hora he mirado mis pantalones y un verde ridículamente extraordinario me ha indicado que ya estoy empezando a despegar.

Las nubes se transforman, aparecen y desaparecen, a una velocidad emocionante. Y el Sol, cuando empieza a asomar, tiñe la escena con la paleta de colores de alguien que sólo puede ser un loco, o un dios.
Veo los tonos cambiando al segundo, a medida que amanece. El sonido del mar estremece. Durante diez minutos simplemente he llorado, sin parar, de pura belleza.
Lloro todavía más al pensar que nadie podrá responderme si acaso las lágrimas y la belleza no son exactamente la misma cosa, distintas fases de un mismo proceso, que quizá incluya también la sonrisa. Y probablemente la muerte.

[...]

Cada vez me acostumbro más, gracias a los viajes psicodélicos, a tener que abandonar paraísos perfectos, porque sé que al mismo ritmo que los abandono se destruyen, y otros nuevos se construyen frente a mí. Dejo atrás el Sol, el cielo y el mar. Me adentro en el bosque.

[...]

Sigo andando hasta llegar a un torrente sin agua. La idea de recorrerlo, hacia arriba, súbitamente me parece un plan perfecto, y me dejo llevar. Comienzo a andar pero me paro en seco porque oigo un zumbido: en medio del torrente, a un palmo de la cara, tengo el centro de una tela de araña. Con un palo, y con cuidado, la retiro.
Observo la reacción de la araña: su prodigiosa estructura está compuesta de una bellísima jerarquía de polígonos concéntricos que a medida que voy rompiendo, poco a poco, dejan de servirle de sustento. Cuando un nivel interior de la estructura se rompe, ella salta a un nivel exterior de forma inmediata. De este modo, si la tela se rompe por el centro (lo más probable, porque es la parte más densa y que está en el eje del torrente, donde hay más trasiego de animales y personas), ella siempre tiene un tirante de orden superior donde agarrarse. Y como en última instancia los polígonos más externos de la estructura están conectados directamente a ramas de árboles o arbustos, en caso de que la tela se rompa para entonces la araña, de forma natural, se encuentra cerca de un lugar seguro. Maravillosa optimización.

Continuo andando, torrente arriba, y no hago más que ver por todas partes lo que parecen telas de araña, pero sin el patrón geométrico central característico. Cuando me empieza a resultar sospechosa tal abundacia, por fin, decido acercarme a una de ellas, y examinarla con detalle: corresponde a otro tipo de arácnido o insecto?
Para mi sorpresa y perplejidad tales telas no están cuando intento tocarlas, pero puedo verlas. Me muevo, y su desplazamiento relativo en mi campo visual, respecto a los elementos que las soportan (ramas, piedras...) y respecto al fondo, es totalmente coherente. Renuncio a entender qué demonios son, y si son reales. Pero su coherencia geométrica, y que puedo verlas en cualquier sitio donde centre mi atención con ese propósito (a voluntad, como si activara un dispositivo especial en mi visión) me deja totalmente fascinado, y emocionado.
Si son reales, en estado normal no podemos verlas, pero están ahí, colaborando a construir o directamente soportando la estructura física de la realidad.
Si no son reales todo mi respeto y admiración al mecanismo alucinatorio que las genera: su grado de credibilidad es increíble.
Me viene a la mente la frase de Picasso: "Todo lo que puedas imaginar es real".

[...]

Oigo de lejos, sin verlo, un coche. Y me digo: "La policía".
Estoy tan seguro de que son ellos que ni siquiera me sorprende comprobar que, efectivamente, por el camino de tierra que bordea el torrente, a unos cincuenta metros, viene un coche de policía. Se cruzan conmigo, me miran sin saludar y pasan de largo. No debe ser del todo habitual que una persona ande, a esas horas, por allí. Y además no sé a ciencia cierta si quizá he invadido, sin quererlo, alguna propiedad privada. Y si ello me podría traer problemas.
Como llevo cuatro gotas más en la mochila, como seguramente mi sonrisa o mi cara de fascinación permanentes delatan algo raro en mí, y como al fin y al cabo, tristemente, estamos hablando de una sustancia ilegal, comienzo a pensar aceleradamente en todas las posibles consecuencias de que me paren y me registren. "Tienes que mantener la calma, pequeño psiconauta..."
En ese estado moderadamente paranoico me digo que "si salgo de esta" lo primero que haré es volver al coche a dejar el resto de la sustancia, para no exponerme y poder derivar tranquilo... Y eso hago, en cuanto los pierdo de vista.
Dentro de mi coche bebo agua, descanso un poco de tanta información. Me miro al espejo. En la piel de mi cara puedo ver texturas que me recuerdan (desde la ignorancia) lo que describiría como "motivos mayas" o "motivos aztecas". Son composiciones en relieve que puedo ver allí donde quiera verlas. Dudo por un momento de si tienen algún tipo de significado. Para ponerlo a prueba pienso en algo absurdo para mí, como el escudo de la bandera de España. Y automáticamente aparecen sobre mi cara, en relieve, composiciones fractales basadas en el escudo. La sustancia parece estarme diciendo "yo puedo hacerte ver lo que quieras". Pero al mismo tiempo me dice que debo "aprender a diferenciar lo que son caprichos de lo que son mensajes cargados de verdadero significado". Queda tanto por aprender y experimentar...

Salgo del coche, me dirijo de nuevo a la costa. Me siento a contemplar el mar, cuyas corrientes me parece "entender" perfectamente. Pienso que si fuera un pez, o una tortuga, podría recorrerlas del modo más eficiente, por pura intuición.

[...]

Centro la atención en las plantas de mis pies. Los dibujos papilares me resultan de una complejidad y belleza que nunca antes me había molestado en apreciar y disfrutar. Nunca antes las he observado con toda esta carga emocional, reconociendo en ellas algún tipo de código que no comprendo, pero que siento como si perteneciera a nuestra esencia humana. Acuden a mi mente las Líneas de Nazca. Paso lo que han debido ser más de quince minutos acariciándome las plantas de los pies, y poco a poco establezco un vínculo sentimental inédito con ellas. Empiezan a parecerme seres vivos, de una humildad excepcional. Y de repente pienso que en mis casi treinta años de vida nunca, ni una sola vez, les he agradecido que me hayan llevado a todos los sitios a los que me han llevado. Nunca les he dado las gracias por estar ahí abajo, sosteniendo en la sombra todas mis intenciones de desplazamiento. Haciendo su trabajo en silencio y sin pedir nada a cambio. Lloro profundamente al darme cuenta de mi desconsideración. Nunca más, pequeñas... Gracias, gracias, gracias...

Sigo centrando mi atención en la piel, esta vez de los brazos.
Literalmente puedo ver a través de ella. (Y recuerdo que nada de lo que cuento es ficticio). La estiro, y comprendo que la piel es transparente, que los responsables de la opacidad son la carne y otros tejidos. Pero la piel es transparente, y hay varias capas. Y puedo verlas.
Puedo ver también, con más dificultad, las venas, los capilares y los músculos. Pienso si podría verme también los huesos, de haber tomado una gota más.
Abro mi mano todo lo que puedo. Observo la carne tensada de la palma, que se me aparece como carne de supermercado, pero aún viva, contenida tras una lámina de plástico. Esta visión en parte me horroriza. Pero ante todo me recuerda lo que tenemos de máquina física, prodigiosa y burda al mismo tiempo. Carne que se mueve mecánicamente, atrapada tras una piel que la contiene.

[...]

Tras todo lo visto, sentido y vivido, al llegar a casa, abrazar a mi madre y a mi abuela tiene una significación especial. Me conmueve por dentro de un modo nuevo, porque las veo como he visto mi mano, como máquinas de carne. Y sin embargo vivas.
El vínculo que nos une se recubre de un sentimiento agridulce y confuso, por la combinación entre lo atroz de verlas como si fueran mecanismos y el profundo sentimiento de amor que me generan al mismo tiempo. Intento hablarles, con normalidad, pero no es posible. Mi boca y mi lengua van mucho más lentas que mis pensamientos, y mis intentos de verbalizar cualquier cosa desembocan en tartamudeos y monólogos que se tropiezan.

[...]

Son las 12 de la mañana, y ya de bajada, me tumbo en la cama.

Completamente a oscuras escucho música. La voz de Jim suena como si lo estuviera tocando. Los gritos de Janis me desgarran más que nunca. Y cierro el viaje, quedándome dormido, mientras me pierdo literalmente en los paisajes tridimensionales que las últimas creaciones de Keaton Henson consiguen evocar en mi mente.

Dos gotas que se han intercambiado por toneladas de aprendizaje y emoción.
Buen trato.

Me reafirmo, cada vez más, en la convicción de que hay que luchar para conseguir que cualquier ser humano pueda permitirse vivir este tipo de experiencias.